La tarde se venía abajo y cedía ese tono azulón
al ambiente.
En la habitación de hospital no había por el
momento otra luz que la que entraba por la ventana.
Éramos tres pacientes, cada una en su cama.
Cada situación un mundo. Cada persona una historia.
En el camastro situado más al fondo, al lado
del ventanal, reposaba una mujer de cierta edad afectada por una enfermedad que
la amenazaba y de la que se desprendían dudas peligros y miedos. Su apoyo
familiar era importante. El riesgo de su situación también.
Aunque a veces participaba en el contacto con
ella y los suyos, parte del tiempo me convertía en una espectadora analítica. Contemplaba
la situación sorprendiéndome de lo complejo de ésta y emocionándome con el amor
que se desprendía de sus participantes. En especial uno de ellos, el hijo
menor.
Las dos hijas mayores la querían, por
supuesto. Sentían y sufrían; pero era al pequeño al que se le veía el desamparo
escrito en el rostro.
Al anochecer se quedaba solo con ella en la
habitación, tras la cortina que separaba las camas. Le cogía la mano bajo la
luz del ocaso y dejaba transcurrir los minutos hablándole. No escuchaba lo que
le decía. Oía música en mi discman
preservando su intimidad. Lo único que recuerdo de algún pequeño instante, es
el tono afligido de su voz, que escondía lágrimas. Siempre imaginé que lo que
le explicaba eran detalles nimios del día a día. Un repaso aparentemente banal
y cotidiano con mucho trasfondo soterrado. Conjeturaba que ese era “su momento”, “su
refugio”. El espacio en el que estaba tan cerca y a la vez tan lejos de lo que
amaba. Percibía su dolor como inimaginablemente intenso. Cuando trataba de empatizar,
en seguida debía disociarme de ello. Demasiado vivo, demasiado penetrante.
Años después he podido comprender más a través
de una situación semejante.
Tras mi alta ella siguió allí.
Tenía su teléfono y no llamé.
Tenía mi teléfono y no llamó.
Nunca supe qué pasó.
Les deseo lo mejor.